7. Los Apócrifos
* Notas tomadas de G. Báez-Camargo; LaSor, W. S., Hubbard, D. A., & Bush, F. W; Comfort, P. W., & Serrano, R. A.
NUESTRA BIBLIA — 7. Los Apocrifos
“Los otros libros eclesiásticos, sobre los cuales, aunque sean útiles, no se puede fundar ningún artículo de fe”. San Jerónimo y de Lutero.
Hemos llegado al tema correspondiente a la pregunta ¿Por qué nuestra Biblia tiene menos libros que la católica? Ya la semana anterior vimos un adelanto del cómo responder. Debemos conocer un poco de historia, dar un breve recorrido por los personajes más influyentes en la historia de la Iglesia Cristiana; tanto cuando era una misma la católica y protestante, y cuando se separaron. Veremos que las posiciones de los creyentes en la mayor parte fue la misma. La reforma marcó la posición para la Iglesia Católica Romana con su contrarreforma, pero aun la Iglesia protestante siguió con el mismo criterio en cuanto a los libros no inspirados.
Los católicos llaman «protocanónicos» a los libros que aparecen en la Biblia Hebrea y «deuterocanónicos»6 a los demás libros y otros pasajes de los libros protocanónicos que sólo aparecen en el Antiguo Testamento Griego. Estos términos equivalen a «canónicos» y «apócrifos» según el uso protestante y judío. Tanto los libros protocanónicos como los deuterocanónicos fueron declarados inspirados y autorizados en los Concilios de Trento (1547 d.C) y Vaticano (1870).[1]
Los Católicos Romanos creen que los libros apócrifos [7 libros completos y 4 libros parciales] pertenecen al canon. Mientras que los Protestantes llaman a estos libros “Los Apócrifos” [que significa “oculto” pero que vienen siendo prácticamente los libros que no se incluyen en la Biblia protestante], los Católicos Romanos prefieren llamarles deuterocanónicos [literalmente “segundo canon”]. Este llamado “segundo canon”, sin embargo, no tiene un estatus secundario entre los católicos.
La base última de la canonicidad no es el lenguaje en que se escribieron los libros sino el testimonio de la comunidad de creyentes que oyó la voz de Dios en los libros canónicos. La canonicidad y la inspiración no pueden separarse. La base última de la canonicidad es sencillamente la siguiente:
… si el escrito es inspirado (exhalado por Dios) es canónico. Si no es inspirado,no es canónico.
Los libros apócrifos fueron conocidos desde el principio en la iglesia, pero cuanto más atrás se va, tanto más raro es que sean tratados como inspirados. En el Nuevo Testamento mismo, encontramos a Cristo reconociendo las Escrituras judías por varios de sus títulos corrientes, y aceptando las tres secciones del canon judío y el orden tradicional de los libros; y encontramos que se refiere a la mayoría de los libros como que tiene autoridad divina—pero no así de ninguno de los apócrifos.
Las únicas excepciones aparentes se encuentran en Judas: Judas 9 —citando la obra pseudoepigrafo El testamento de Moisés— y Judas 14, citando Enoc. El hecho de que Judas cite estas obras no quiere decir que creyera que eran divinamente inspiradas, al igual que la cita de Pablo de varios poetas griegos [vea Hechos 17:28; 1 Corintios 15:33; Tito 1:12] no les atribuye inspiración divina a la poesía de ellos.[2] Es sabido que los nombres de Janes y Jambres no aparecen en Ex. 7.11, donde se narra el incidente a que alude 2 Ti. 3.8. Orígenes afirma que existió un “Libro de Janes y Jambres”. De ser así, de él provendrían estos nombres o, de todos modos, de alguna leyenda judía
Ya hemos dicho que la versión Septuaginta es clave para entender la naturaleza de estos libros secundarios. Fue en ese periodo donde surgen todos ellos. Dice Camargo:
La traducción recibió el nombre de Septuaginta o de los Setenta (LXX), tomando esta cifra redonda en vez de los legendarios 72. Después se hizo extensivo a toda la versión, que se completó hacia 150 a.C., como se deduce del prólogo al Eclesiástico (132 a.C.) que hace alusión indirecta a ella. No sabemos quiénes fueron los traductores que hicieron el trabajo, pero habiendo tardado éste unos 100 años, es claro que la labor se fue haciendo gradualmente y por diversos individuos o grupos, trabajando al parecer cada uno por su lado.
Los escritos que no aparecen en el canon hebreo y que figuran en la LXX, según las copias cristianas que han llegado hasta nosotros, recibieron en un principio y conservaron hasta nuestros días el designado de apócrifos. El término les fue aplicado primeramente por Cirilo de Jerusalén (siglo 4 A.D.) y San Jerónimo (siglo 5 A.D.). Lo usaron, sin embargo, no en el sentido que la palabra tiene hoy en el lenguaje común y corriente, o sea, el de “falso” o “espurio”, sino en su sentido propio original de “oculto” o “secreto” [del verbo griego apocripto, “ocultar”].
Los judíos clasificaban los libros, desde el punto de vista religioso, en tres clases:
1. los “libros que contaminan las manos”, o sea los libros sagrados en grado sumo, que después de fijado el canon podemos llamar “canónicos”;
2. Los guenuzim (de la raíz ganaz, “guardar” o “esconder”), o sea, literalmente, guardados, ocultados o almacenados, y
3. Los sefarim jitsonim, lit. “libros de afuera” (exteriores, extraños).
El probable criterio adoptado por los rabinos para declarar un libro como sagrado, a diferencia de otros, parece que los requisitos eran:
1) Estar escrito en hebreo o arameo;
2) Haber sido escrito en el periodo comprendido entre Moisés y Esdras, periodo exclusivo de la inspiración profética, según el concepto rabínico, y
3) Estar asociado con algún personaje notable de la historia judía (Moisés, Salomón y David, especialmente, así como los profetas).
La mayoría de las citas del Antiguo Testamento en el Nuevo, 80 por ciento según el cómputo de Pfeiffer, se hacen directamente de la LXX y no del texto hebreo. Es un hecho que no hay en el Nuevo Testamento citas directas y textuales de los libros deuterocanónicos. Pero la cita directa o la falta de ella de algún libro es realmente un dato neutral que no va en favor ni en contra de la autoridad de él. Tampoco se citan directamente en el Nuevo Testamento Josué, Jueces, Crónicas, Esdras-Nehemías, Esther, Eclesiastés, Cantares, Lamentaciones, Abdías, Nahum ni Sofonias.
En cuanto a los deuterocanónicos, no hay, como antes dijimos, citas directas de ellos, pero sí paralelos, alusiones indirectas e influencias más o menos visibles. En Ef. 6.13–17, la figura de la “armadura de Dios” puede haberse inspirado en el pasaje similar de Sabiduría 5.18–20.
“Por eso recibirán un glorioso reino, una hermosa corona de mano del Señor, que con su diestra los protege y los defiende con su brazo. Se armará de su celo como armadura, y armará a las criaturas todas para rechazar a sus enemigos. Vestirá por coraza la justicia y se pondrá por yelmo el sincero juicio”. (NC)
El apócrifo llamado II Esdras, y también “Apocalipsis de Esdras”, que data de fines del siglo 1 A.D., consagra su capítulo 14 a los trabajos escriturísticos de dicho personaje. En éste se relata que, en vista de que la ley de Dios había sido “destruida en el fuego”, Esdras pide al Señor que lo llene de su santo espíritu a fin de volver a redactar, bajo inspiración suya, los libros que la contenían. Dios accede y le ordena que dicte a cinco escribas lo que él pondrá en su mente. Así lo hace Esdras, y durante 40 días dicta día y noche un total de 94 libros. Dios le ordena promulgar 24 de ellos [supuestamente los del canon hebreo completo] y reservar los otros 70 para la lectura sólo de “los sabios” del pueblo. Se trata, por supuesto, de una leyenda sin suficiente base histórica, pero el hecho de haberse formado indica la existencia de una muy antigua tradición que podría significar que Esdras tuvo en verdad una importante participación en la formación del canon, de la cual no quedó en Esdras-Nehemías canónico noticia detallada.
Finalmente, en otro deuterocanónico, el primer libro de los Macabeos, cuya redacción se fija usualmente hacia el 100 a.C., se hace alusión a “los libros santos que están en nuestras manos”, o sea, “nuestros libros sagrados”, expresión que indica la existencia ya de un grupo o colección de libros que, aunque no hubiera todavía de por medio una declaración de las autoridades religiosas, eran considerados por la tradición y el uso general como Sagradas Escrituras (I Mac. 12.9)
“Nosotros, aunque nada necesitamos, pues tenemos nuestra confianza en las Escrituras santas que poseemos,” (NC).
En cuanto a la razón del debate, parece que el problema con Ester [o al menos uno de los problemas] era que el libro en hebreo, o sea, el original, no menciona ni una sola vez el nombre de Dios. Quizá por eso Qumrán lo rechazó. Hubo algunas dudas sobre Proverbios, pero no cobraron mucha fuerza, ya que lo amparaba el venerado nombre de Salomón. Fue más serio lo de Eclesiastés, porque se dudaba de su ortodoxia en algunos puntos, como 1.3. Por fin lo salvó también el ser atribuido a Salomón. Todavía más seria fue la resistencia a aceptar Cantares, por su tema amoroso. De nuevo lo protegió el prestigio de Salomón, de quien no hubo dudas de que fuera el autor. Pero fue aprobad, sobre todo por la interpretación mística y alegórica: describía el amor entre Yahvéh y su pueblo Israel.
Es interesante que hubo dudas también en cuanto a la aceptación de uno de los grandes profetas, nada menos que Ezequiel. La razón que se invocaba era que los rabinos advertían diferencias entre las ordenanzas consignadas en los caps. 40–48 y las contenidas en la Toráh.
Testimonios de los creyentes
De fines del siglo 4, prácticamente contemporánea de los tres grandes códices griegos antes mencionados, es la versión latina que vino a llamarse la Vulgata, preparada por San Jerónimo (¿347?-420) según instrucciones del papa Dámaso. Siendo un erudito hebraísta, y además hebreófilo reconocido, San Jerónimo quiso en un principio limitar su versión al canon de Yabneh. Pero hubo una circunstancia que hizo que al fin incluyera en ella los deuterocanónicos. El hecho de que la Iglesia había venido usando la LXX como su Biblia, y los creyentes estaban acostumbrados a considerar los deuterocanónicos como parte de ella. Hubo, pues, fuertes presiones de cristianos influyentes, muy especialmente de San Agustín, para que esos libros no se excluyeran de la nueva versión latina. En vista de todo ello, San Jerónimo transigió.
Pero tratándose concretamente de los deuterocanónicos, y en su trabajo como traductor y redactor de la Vulgata, compartía el criterio de sus contemporáneos Rufino y Atanasio, llamándolos:
Libri ecclesiastici [en el sentido de libros aceptados por la Iglesia], para distinguirlos de los libri canonici [libros canónicos] o hebraica veritas [verdad hebraica], es decir, los del canon hebreo. A los ecclesiastici les llamaba también hagiographi [lit. “libros santos”].
En su Prologus galeatus dice que los libros canónicos del Antiguo Testamento son 22, como las letras hebreas, pero que algunos incluyen Rut y Lamentaciones entre los Escritos, lo cual da 24. Añade que cinco de los libros —Samuel, Reyes, Jeremías-Lamentaciones, Crónicas y Esdras-Nehemías— pueden dividirse en dos, con lo cual los 22 resultan 27. En ese mismo escrito designa Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y Pastor de Hermas (este último, un libro cristiano que de seguro figuraba en algunas copias) como apócrifos. Como hizo su traducción de Ester del texto hebreo y no del griego, no incluyó las adiciones. Y antecedió su versión latina de Judit, Tobit, Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría no sólo con la nota de no hallarse en hebreo, sino con la advertencia de que pueden leerse:
Ad edificationem plebis, non ad auctoritatem ecclesiasticorum dogmatum confírmandam “para edificación del pueblo, mas no para confirmar la autoridad de las doctrinas de la Iglesia”.4
No parece que haya incluido Baruc en su versión, porque ningún manuscrito antiguo de la Vulgata contiene este libro. Inventada la imprenta, fue, como se sabe, el primer libro impreso por Gutenberg, en Maguncia.
En el siglo 4, Epifanio alude a Sabiduría y Eclesiástico diciendo: “Son ciertamente útiles, mas con todo esto no se cuentan entre los libros canónicos”. Cirilo de Jerusalén recomendaba a los catecúmenos atenerse a “los 22 libros” (del canon hebreo) y no leer los “apócrifos”, los cuales llamaba también amfibalómena (“dudosos”).
En ese mismo siglo, además de San Jerónimo, cuya posición respecto al canon se indicó al hablarse de su versión latina (Vulgata), destacaron como grandes eruditos bíblicos * Atanasio, Rufino y San Agustín. El primero clasificaba los libros en canónicos, los reconocidos como de autoridad divina, tanto por los judíos como por los cristianos (canon hebreo); los libros “que se leen”, los reconocidos sólo por los cristianos, o sea los deuterocanónicos, y los apócrifos propiamente dichos, es decir, los rechazados tanto por los judíos como por los cristianos.
El Sínodo de Laodicea (363) dio una lista que es la del canon hebreo, más Baruc con la “Carta de Jeremías”. Siendo el texto de Ester y Daniel el de la versión griega, es de suponerse que en ambos se incluían las respectivas adiciones. Laodicea aludía a libros llamados “acanónicos”, y disponía que no debían leerse en la iglesia.
El Sínodo de Roma (382) incluyó entre los libros “que la Iglesia católica universal debe aceptar”, Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Judit y I & II Macabeos.
Según el Concilio de Hipona (393) todos los deuterocanónicos han de ser considerados como Escritura.
El Sínodo de Cartago (397) reconoció Eclesiástico, Sabiduría, Tobit, Judit, Ester con sus adiciones, I & II Esdras y I & II Macabeos.
Otro Sínodo de Cartago, el de 419, siguió prácticamente el criterio del anterior. Lo mismo hicieron el Concilio de Constantinopla (Trullano) (692) y el de Florencia (706).
La opinión prácticamente unánime que prevaleció desde San Jerónimo fue la suya, implícitamente mantenida en sus notas introductorias de los deuterocanónicos, o sea que éstos no son de suficiente autoridad para fundar en ellos postulaciones doctrinales, pero que son de apreciarse como lectura provechosa y edificante.
Hugo de San Víctor (siglo 12) sustentaba el mismo criterio que San Jerónimo sobre los deuterocanónicos.
Nicolás de Lira (siglo 14), cristiano de ascendencia judía, en su comentario sobre la Biblia “canónica” define como tal la Biblia Hebraica.
La Biblia de Wycliffe (1382) sólo reconocía como de autoridad divina los libros del canon hebreo, pero incluía los deuterocanónicos, de los que Wycliffe decía que “carecen de autoridad de creencia”.
La versión del dominico Santes Pagnini, sin embargo, representa ya un importante paso de la aceptación de la Vulgata, como autoridad textual suprema, a la preferencia por el texto hebreo, si bien se trata todavía de una transacción, porque es una versión directa del hebreo al latín. Esta versión fue aprobada por los papas Adriano VI y Clemente VII. En ella se marca muy claramente la separación entre los libros del canon hebreo y los otros.
* Fue la versión de Pagnini la que utilizó Casiodoro de Reina en su traducción al castellano, por no conocer, como él mismo confiesa, muy bien el hebreo, si bien no la siguió en cuanto a la colocación de los deuterocanónicos. En esto prefirió darles la misma colocación que en la Vulgata, o sea entre los canónicos.
Dos importantes autoridades sobre la Biblia, en esa misma época, son Erasmo de Rotterdam, el eminente humanista, y el cardenal Cayetano. Erasmo da la lista del canon hebreo omitiendo Ester. Y de los deuterocanónicos, entre los cuales pone este libro, sin duda porque está considerándolo en su texto griego (con adiciones) y no en el hebreo, dice que “han sido recibidos para el uso eclesiástico”, pero que “seguramente (la Iglesia) no desea que Judit, Tobit y Sabiduría tengan el mismo peso que el Pentateuco”.19
El cardenal Cayetano, al final de sus comentarios bíblicos, dice:
“Aquí acabamos los comentarios sobre los libros historiales (históricos) del Viejo Testamento, porque los demás (a saber, Judit, Tobit, los libros de los Macabeos) San Jerónimo no los cuenta entre los canónicos sino entre los apócrifos, juntamente con el libro de la Sabiduría y con el Eclesiástico, como se ve en el Prólogo Galeato.
Ni te turbes, novicio, si en algún lugar hallares, o en los santos concilios, o en los sagrados doctores, que estos libros se llamen canónicos. Porque así las palabras de los concilios como las de los doctores han de ser limadas con la lima de San Jerónimo, y conforme a su determinación… estos libros y los demás de su suerte (clase), que andan en el canon de la Biblia, no son canónicos, es decir, no son regulares para confirmar lo que pertenece a la fe. Pero puédense llamar canónicos para la edificación de los fieles, como recibidos y autorizados en el canon de la Biblia para este intento”.20
Ya había muerto el cardenal Cayetano cuando se reunió el Concilio de Trento (1546). Para entonces los vientos habían cambiado y se había producido una reacción en favor de los deuterocanónicos, quizá debida en parte a que Lutero había confirmado el criterio de San jerónimo al separarlos, con una nota semejante, de los canónicos en su versión alemana.
Es de notarse que Cayetano, aunque fue el opositor número uno del Reformador, no por ello se apartó del juicio del traductor de la Vulgata, según hemos visto ya.
Trento no hizo distinción y declaró canónicos por igual, con anatema para quienes disintieran en ello, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y I & II Macabeos.
Es muy de advertirse que Trento excluyó de su lista la Oración de Manasés y III & IV (I & II) Esdras que figuran en muchos manuscritos de la Vulgata y que, como vimos anteriormente, la edición Clementina de ella (1592) coloca en un apéndice. Antes de Trento, los papas habían declarado todos los libros de la Vulgata como de igual categoría canónica.
La Biblia de Zurich, patrocinada por Zwinglio, llevaba en su segunda edición (1530) los deuterocanónicos, formando un grupo después del Nuevo Testamento, con esta advertencia: “Estos son los libros que los antiguos no reconocían como bíblicos ni se encuentran entre los hebreos”.
Lutero mismo sería quien establecería el modelo, en su versión alemana de la Biblia completa, aparecida en 1534, del trato, por decirlo así, acordado a los deuterocanónicos entre los protestantes. Seguía el criterio de San Jerónimo, pero los incluyó agrupados antes del Nuevo Testamento, precedidos de esta advertencia:
“Apócrifos. Estos son los libros que no se consideran iguales a las Sagradas Escrituras, pero que son útiles y buenos como lectura”.
Omitió de ellos I & II Esdras, pero en cambio incluyó la Oración de Manasés, que apreciaba mucho.21 Los demás que agrupó en esa sección fueron Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y las adiciones a Ester y Daniel. Es muy interesante que de los canónicos no aprobaba Ester y de los deuterocanónicos II Macabeos. Llegó a decir: “Odio tanto Ester y II Macabeos que desearía que no existieran”.22 Pero incluyó ambos en sus categorías respectivas. En la actualidad la Biblia de Lutero se publica en dos ediciones, una con los deuterocanónicos y otra sin ellos.
La primera edición protestante de la Biblia en francés es la aparecida en 1535, en versión de Pierre Robert Olivetán, primo de Calvino. Contenía los apócrifos.
Para la edición de 1545, la traducción de los deuterocanónicos fue revisada por Calvino. En la edición de Ginebra (1551) la traducción es del gran reformador Beza.
La primera “Biblia Reformada” de los Países Bajos (1556), traducción de hecho de la Biblia de Zurich, incluía como ésta, en grupo aparte, los deuterocanónicos.
Apareció en 1560 y se conoció como la Biblia de Ginebra. Contenía los deuterocanónicos con una introducción que decía:
“Como libros que proceden de hombres piadosos, se les recibe para leerse con objeto de hacer avanzar el conocimiento de la historia y de instruir en las costumbres piadosas”.
Hasta la publicación de la versión del rey Santiago (KJV), y todavía por muchos años después, fue la versión inglesa más difundida. Fue la Biblia de Shakespeare, de los Padres Peregrinos [de los Estados Unidos de América], pues la preferían a la KJV, y de Juan Bunyan.
Y en 1569 la primera Biblia completa en castellano, versión de Casiodoro de Reina, publicada en Basilea. Contenía los deuterocanónicos siguientes, en la colocación de la Vulgata: Oración de Manasés, III & IV Esdras, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, y I & II Macabeos. Las adiciones a Ester se imprimen al final del libro, con nota de no hallarse en el texto hebreo.
En 1602 se publicó en Amsterdam la segunda edición de la Biblia de Casiodoro de Reina, en revisión de Cipriano de Valera, el cual conservó los libros deuterocanónicos, pero agrupados antes del Nuevo Testamento, conforme a la pauta establecida por Lutero, y en el siguiente orden: III Esdras, IV Esdras, Oración de Manasés, Tobías (Tobit), Judit, adiciones a Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a Daniel (Oración de Azarías, Cántico de los Tres Jóvenes, Historia de Susana, Historia de Bel y el Dragón) y I & II Macabeos. En su introducción “Exhortación al cristiano lector” Valera expone su criterio sobre la canonicidad.
Según él, un libro, para ser tenido por canónico, ha de reunir “tres cosas infaliblemente”:
1. Que no contenga nada que contradiga lo que se halla en los otros libros canónicos;
2. Que “algún profeta divinamente inspirado lo haya escrito”, y
3. Que se haya escrito originalmente en hebreo.
Con este criterio niega canonicidad a los “apócrifos”, y sobre la inclusión de ellos en su revisión de Reina, explica:
“Acaben, pues, nuestros adversarios de entender la gran diferencia que hay entre los libros canónicos y los apócrifos, y conténtense con que los hayamos puesto aparte, y no entre los canónicos, cuya autoridad es sacrosanta e inviolable”.
Por ese tiempo, el rey Jaime (o Santiago) de Inglaterra, deseando que se estableciera una versión estándar como única autorizada oficialmente para uso de la iglesia anglicana, patrocinó la preparación y publicación de la que, por ese hecho, lleva su nombre King James Version y que apareció en 1611. Contenía en grupo aparte, antes del Nuevo Testamento, los siguientes deuterocanónicos: 1 (o III) Esdras, II (o IV) Esdras, Tobit, Judit, adiciones a Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a Daniel, Oración de Manasés y I & II Macabeos.
Ya para entonces había surgido cierta oposición a la inclusión de los deuterocanónicos en el mismo volumen que los protocanónicos, tanto que en 1615 el arzobispo de Cantorberry, George Abbott, consideró necesario promulgar una prohibición, bajo pena de un año de prisión, contra la encuadernación y venta de Biblias sin dichos libros. Haciéndose caso omiso de ella, en 1626 aparecen ya ejemplares de la KJV que los omitían, y nuevas ediciones sin ellos salen fechadas en 1629, 1630 y 1633.
Siguiendo un criterio semejante, el Sínodo (reformado) de Dort, Holanda (1618) permitió incluir en la Biblia Holandesa los deuterocanónicos, pero a condición no sólo de que se agruparan, como era ya la práctica protestante generalizada, antes del Nuevo Testamento, sino de que se imprimieran con un tipo de imprenta más pequeño, numeración de páginas aparte, bajo un título especial y con notas marginales que indicaran los puntos en que difieren doctrinalmente de los protocanónicos. Para ello se les llamaba “libros meramente humanos”.
La Confesión de Westminster (1647), que vino a ser documento básico de las iglesias reformadas en general, reconoce como canon para el Antiguo Testamento el hebreo, y en cuanto a los deuterocanónicos añade:
“Los libros comúnmente llamados apócrifos, no siendo de inspiración divina y no formando parte del canon de la Escritura, carecen por tanto de autoridad en la Iglesia de Dios, y no han de ser aprobados o utilizados en otra forma que otros escritos humanos”.
No prohíbe, sin embargo, su lectura.
Y por lo que toca a la Iglesia Católica Romana, el Primer Concilio Vaticano (1870) ratificó el decreto de Trento en cuanto a la canonicidad de los libros deuterocanónicos.
En 1804 se fundó en Londres la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con el propósito de traducir, publicar y propagar la Biblia, no sólo en inglés sino en las demás lenguas, hasta donde fuera posible. En sus Leyes y Reglamentos no se tocaba la cuestión de los deuterocanónicos, sino se estipulaba solamente que “los únicos ejemplares que la Sociedad ha de circular en las lenguas del Reino (Unido) serán de la Versión Autorizada” (KJV), la cual, como hemos visto, incluía originalmente los mencionados libros.
En el seno de la SBBE había quienes admitían personalmente que los deuterocanónicos no son inspirados, y opinaban que hasta ofrecían muchos rasgos discutibles. Insistían, sin embargo, en que tratándose de ediciones destinadas al continente europeo, deberían seguirse incluyendo esos libros, con el fin de facilitar la difusión de la Biblia en países en donde la gente estaba acostumbrada a verlos formando parte de ella, y seguramente desconfiaría de los ejemplares que carecieran de ellos.
En 1824 confirmó esa decisión, pero ese mismo año la reconsideró, y, volviendo al criterio oficial de la Iglesia de Inglaterra, acordó ayudar a la publicación de Biblias con los deuterocanónicos a condición de que éstos se imprimieran como apéndice a los protocanónicos. Con lo cual la controversia arreció más todavía, e hizo crisis al año siguiente, cuando la sociedad de Edimburgo notificó a la de Londres que de seguir ésta ayudando a la publicación y distribución de biblias con aquellos libros, le suspendería su aportación económica, la cual ascendía ya entonces a más de 5 000 libras esterlinas anuales. Como esto sería un golpe muy duro a las finanzas de la SBBE, ésta tomó en 1825, reiterándola en 1826, y completándola en 1827, una decisión que sería la final:
Que se reconozca plena y claramente que la ley fundamental de la Sociedad, que limita sus operaciones a la circulación de las Sagradas Escrituras, excluye la circulación de los deuterocanónicos (Apocrypha).
Esto significaba de inmediato que la Sociedad no destinaría más fondos en lo sucesivo a costear o subvencionar ediciones de la Biblia que contuvieran los libros deuterocanónicos.
Hubo elementos en su propio seno que exigieron que se estableciera como requisito indispensable para ser funcionario o empleado de la Sociedad la adhesión expresa a la doctrina de la Trinidad. Puesto que, de acuerdo con sus estatutos, la Sociedad no era iglesia ni academia de teología ni estaba afiliada tampoco a ninguna iglesia o confesión en particular, por lo cual debía abstenerse de proclamar oficialmente ninguna doctrina teológica específica, se negó a imponer tal requisito a sus colaboradores. Entonces los que lo exigían se separaron de ella y formaron en 1831 la Sociedad Bíblica Trinitaria, que subsiste hasta hoy.
Y así el 3 de abril de 1828 decidió, al fin, seguir la pauta de la SBBE, suscribiendo casi textualmente la resolución final de ésta, que citamos anteriormente. Se añadía:
Se resuelve que se den instrucciones al Comité Permanente de hacer que los estereotipos de la Biblia en español, única Biblia que esta Sociedad ha impreso y a la que se han anexado los deuterocanónicos (Apocrypha), sean alterados de manera que todos esos libros queden excluidos de ellos. Se resuelve que las Escrituras en español que hay actualmente en existencia se retengan en el Depósito hasta que se supriman de ellaslos libros deuterocanónicos (Apocrypha).
Y por supuesto, cuando la ABS adoptó para publicación la versión Reina-Valera [de la que sacó el Nuevo Testamento en 1845], en la edición de la Biblia completa (1850) se omitieron los deuterocanónicos que figuraban en la Reina Valera original (1602). Y en las sucesivas revisiones de ella, hasta la de 1960, esta versión ha aparecido sin dichos libros.
La Iglesia de Inglaterra, la Iglesia Protestante Episcopal (EE.UU. de A.), la Iglesia Luterana y algunas iglesias de tradición reformada, como la de Holanda, sustentan de hecho el criterio de San Jerónimo y de Lutero:
Son libros de provechosa lectura, tanto privada como litúrgica, pero no deben invocarse para establecer o desechar doctrinas.
Iglesias como la Anglicana y la Protestante Episcopal los aprecian al grado de incluir pasajes tomados de ellos en las lecturas de sus cultos.
Las demás iglesias acabaron por no prestar ninguna atención a los deuterocanónicos, al punto de ser todavía prácticamente desconocidos para la gran mayoría de sus feligreses.29
Aparte de todo debate sobre el canon bíblico y aun, en general, de toda cuestión dogmática, en los últimos tiempos se ha despertado un renovado interés por el conocimiento y estudio de la literatura judía no comprendida en el canon hebreo, y esto no sólo tratándose de los deuterocanónicos sino también de los propiamente apócrifos o seudoepígrafos y aun de otros escritos, como los de la comunidad de Qumrán, los de Josefo y otros que no caen dentro de la clasificación tradicional.
Cualquiera que sea el valor religioso que se asigne a esos escritos, se considera que son de todos modos expresión de la mente y la vida judías en los periodos no cubiertos por la Biblia, y que su conocimiento puede ser necesario para comprender mejor el contexto histórico y cultural en que se desarrollaron el judaísmo y el primitivo cristianismo.
Los deuterocanónicos, en particular, aportan datos útiles para entender mejor el Nuevo Testamento, por ejemplo, en cuanto al desarrollo de doctrinas como la resurrección de los muertos, el juicio final, los ángeles y los demonios, y otras.
Su valor, por supuesto, no es parejo, y para que su lectura sea edificante, como la juzgaba San Jerónimo, o aun simplemente útil y provechosa, como la consideraba Lutero, se requieren cuidado y discernimiento. Hay en estos libros pasajes que pueden considerarse ecos, reflejos y paralelos de las escrituras consideradas ahora unánimemente por judíos y cristianos como canónicas.
En I Esdras, los pasajes que contiene, tomados de los libros canónicos de Esdras y Nehemías, son, naturalmente, del mismo valor y la misma autoridad que los correspondientes de dichos libros. A sus demás referencias históricas no puede dárseles el mismo crédito, pero entre ellas pueden espigarse textos como éste que se ha hecho famoso:
“La verdad permanece en su vigor eternamente, y vive y domina por los siglos de los siglos” (4.38, versión Reina-Valera).
Eclesiástico y Sabiduría contienen máximas muy similares a las de Proverbios. La intención moral y religiosa de los autores, o sea su “moraleja”, muestra afinidades con enseñanzas centrales de libros del canon hebreo, si bien a veces bajo símbolos que parecen confusos o exagerados, como pasa en II Esdras y II Macabeos, o apelando a relatos fantásticos, como algunos de Tobit, y como la Historia de Bel y el Dragón.
Judit parece ser una repetición muy elaborada, en otro contexto histórico, del argumento de la historia de Jael (Jue. 4.17–22). Algunas adiciones a Ester y a Daniel, y la Oración de Manasés, muestran paralelos con algunos salmos, y parecen recordar oraciones como la de Ezequías. La intención de la dramática historia de Susana, es sin duda exaltar la pureza de una esposa fiel, en contraste con la concupiscencia de jueces corrompidos. I Macabeos es una aportación a la historia del periodo en que Palestina estuvo bajo la dominación de los seléucidas y en que Judá vivió una etapa de independencia.
Hay en esos libros asentadas, desde luego, doctrinas o prácticas que no tienen apoyo en los libros canónicos, como el sacrificio de expiación por los muertos (II Macabeos 12.43,45) que mandó ofrecer Judas Macabeo, y que recuerda la alusión de Pablo al bautismo por los muertos (1 Co. 15.29) que practicaban algunos cristianos de su tiempo.
En cambio, las doctrinas de la inmortalidad del alma y de la resurrección de los muertos, ausentes o poco recalcadas en el judaísmo tradicional, aparecen fuertemente expresadas, la segunda hasta con cierta crudeza, en el libro de la Sabiduría (por ej., 2.23 y 5.15) y en II Macabeos cap. 7.
De cualquiera manera, parece no haber ningún inconveniente en la lectura de esos libros si se mantiene el sabio principio de San Jerónimo y Lutero en cuanto a ellos: no pueden citarse para establecer ni para refutar doctrinas. Lo cual significa, en otras palabras, que sólo deben aceptarse como material informativo y no normativo, o todo lo más, al menos en muchos de sus pasajes, como de cierta edificación.
El juicio más favorable, de fuente protestante, para los deuterocanónicos, parece ser el de Goodspeed, en su introducción general a la American Translation (1939):
Aunque los juicios críticos y las actitudes religiosas de tiempos modernos les niegan una posición de igualdad con las Escrituras del Antiguo y el Nuevo Testamentos, histórica y culturalmente son todavía una parte integrante de la Biblia.
Quienes hallaren este juicio inaceptable o demasiado enfático, podrían considerar al menos el de C. C. Torrey, en el Prefacio a su libro The Apocryphal Literature:
En la actualidad se reconoce generalmente que el conocimiento de los escritos religiosos no canónicos de los judíos, pertenecientes al periodo precristiano, son parte del equipo de todo estudiante serio de la Biblia, en uno u otro Testamento, ya que arrojan luz en ambas direcciones.
El Concilio Vaticano II no dio ninguna definición nueva del canon bíblico en sí. Sólo declaró que “la santa madre Iglesia, por fe apostólica, tiene por sagrados y canónicos los libros íntegros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes” (Constitución sobre la divina revelación, III, II). Se supone que sigue vigente oficialmente al respecto el criterio de Trento y del Vaticano 1. Sin embargo, los biblistas católicos han aceptado la designación de deuterocanónicos” para los libros que no forman parte del canon hebreo. Por sí misma y de hecho, esa designación los coloca en una categoría aparte y secundaria.
6 Términos utilizados por primera vez por Sixto de Siena en 1566; R.J. Forster, «Formation and the History of the Canon», CCHS, párr. 13b; J.E. Steinmueller, A Companion to Scripture Studies, Nueva York, 1941, p.47.
[1] LaSor, W. S., Hubbard, D. A., & Bush, F. W. (2004). Panorama del Antiguo Testamento: Mensaje, forma y trasfondo del Antiguo Testamento (p. 22). Grand Rapids MI: Libros Desafío.
[2] Comfort, P. W., & Serrano, R. A. (2008). El Origen de la Biblia (p. 65). Carol Stream, IL: Tyndale House Publishers, Inc.
4 Prologus in Libris Salomonis, 20, 21 (Vulgata).
19 Cit. por Torrey, op. cit., 31.
20 Cit. por Valera, introducción a su Biblia de 1602.
21 Como se ha visto antes, este libro no fue declarado canónico por el Concilio de Trento.
22 Tischreden, cit. por R. H. Bainton, The Cambridge History of the Bible, III, 6, 7.
29 Quienes lean inglés, hallarán un amplio y ponderado estudio crítico de los deuterocanónicos en An Introduction to the Apocrypha, por Bruce M. Metzger.
Muchas gracias Señor por responder mi peticion a traves de estos hermanos!
Llevaba tiempo con anhelo de tener una visión cronológica de las Escrituras Y estudiar Su Palabra con dedicación
Y volver a tener ese denuedo evangelistico y estar preparada para tener qué responder a todo aquel que demande razon de mi fe
Gracias por el tiempo y dedicacion en poner este material a nuestro alcance Gracias. Esther
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